El Primitivismo puede entenderse como una construcción eurocéntrica utilizada para designar esculturas y pinturas que incorporan elementos vinculados al llamado “arte primitivo”. Con esta categoría se señalaba tanto la valoración como la apropiación de objetos y prácticas culturales foráneas que eran interpretados como manifestaciones de una etapa temprana de civilización o exóticas.

Durante la llamada Era de los Descubrimientos (siglos XV al XVII), los europeos entraron en contacto con una amplia diversidad de culturas previamente desconocidas de África, Oceanía y América. A partir de las ventajas militares y tecnológicas de Occidente, estas relaciones derivaron en formas de explotación: saqueo de materias primas, esclavitud y dominio colonial. No resulta casual que el primitivismo surgiera y se consumiera en aquellas mismas naciones que practicaban el colonialismo, ocupando y explotando vastas regiones de África y América en busca de recursos y mano de obra destinados a sus propios imperios. Esta apropiación cultural se reflejó en las numerosas exposiciones coloniales organizadas entre los siglos XVIII y XIX, donde se mostraban esculturas, máscaras y, en ocasiones, incluso “zoológicos humanos”, en los que grupos étnicos eran exhibidos representando sus prácticas culturales ante el público europeo.

La mirada del mundo occidental reforzó esta visión al concebir a dichas culturas como representantes de un estado anterior de desarrollo humano. Se les atribuía así un carácter de inferioridad por no cumplir con los cánones de “civilización” definidos por Europa. Sin embargo, es precisamente en ese contacto con objetos y pueblos considerados “incivilizados” donde ciertos artistas europeos hallaron un terreno fértil para la experimentación estética; estos eran los denominados artista del Estilo Romántico, esta ruptura buscaba el abandono del antiguo sistema figurativo y es que como señala Francastel, durante el siglo XVIII las sociedades europeas ya no podían expresarse mediante los viejos lenguajes artísticos, y por ello buscaron, con intensidad creciente, un nuevo sistema figurativo (Francastel, 371). En este contexto, el continente asiático, y en particular China y Japón, fueron percibidos no como culturas inferiores, sino como civilizaciones exóticas y fantásticas, técnicamente avanzadas y organizadas de un modo radicalmente distinto al occidental.

En el caso del primitivismo chino y japonés fue percibido más como un exotismo sofisticado que como un retorno a lo “primitivo”. Estas culturas eran admiradas por su refinamiento técnico y estético, y sus formas visuales se incorporaron en palacios y jardines europeos a través del chinoiserie y, posteriormente, del japonisme. Biombos, lacados, sedas, abanicos y pabellones orientales funcionaban como símbolos de distinción y novedad, más que como un intento de comprender sus contextos culturales reales. El Romanticismo, como reacción contra el orden clásico, encontró en este primitivismo ornamental un recurso para cuestionar la rigidez normativa y explorar nuevas sensibilidades. Lo foráneo y lo exótico ofrecieron modelos alternativos de belleza, libertad y creatividad, alineándose con la búsqueda romántica de lo sublime, lo irracional y lo auténtico. Así, Europa transformó lo oriental en inspiración estética, adaptándolo a sus propios intereses y gustos.